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Vacaciones

Orejas tenía apenas dos meses de vida cuando fue adoptado por los Galíndez. La familia lo recibió como regalo de un vecino, cuya perra había tenido crías. Gracias a su gracia innata y su simpatía, Orejas tuvo el privilegio de ser el primer cachorro de los cinco recién nacidos en encontrar hogar.

La adaptación fue rápida: el perro se sentía a gusto con los Galíndez, y éstos se mostraban encantados con la nueva mascota. Juanita, que por entonces tenía diez años, pasaba largas horas jugando con Orejas. Lo mismo que Tommy, su hermano de ocho.

La vida cotidiana de la familia Galíndez incluía siempre a Orejas, que hasta los acompañaba en sus vacaciones. Así fue como el animal conoció la playa, donde encontró un inmenso terreno de juegos para correr con Juanita y Tommy. Orejas aprendió a ir a buscar la pelota que le arrojaban a varios metros de distancia, a hacer pozos en la arena y hasta a meterse en el mar para refrescarse en las tardes más calurosas.


El tiempo pasó y, cuando el tiempo pasa, las personas cambian. Los perros también. Juanita se puso de novia y empezó a estar menos en la casa. Ya no le divertía jugar con su perro. Tommy, muy compenetrado con sus estudios, se fastidiaba con frecuencia ante los requerimientos de su mascota. Orejas, por su parte, tampoco estaba de ánimo para jugar como antes. El cansancio era frecuente, igual que sus dolores en las articulaciones.

Un verano no tan lejano, los Galíndez emprendieron un nuevo viaje hacia la costa. El viejo Orejas se alegró de volver a la playa: aunque ya no podía correr demasiado, era una buena oportunidad para pasar tiempo con su familia humana. Fueron quince días en los que el animal percibió un trato extraño hacia él. Más distante aún, como si su presencia molestara.

Finalizaron las vacaciones y los Galíndez volvieron a su casa. Más descansados, tal vez, pero menos humanos. En el lugar más oscuro de sus mentes, pensaron que abandonar al perro en la playa era una buena decisión. Ya no tendrían que cargar con el animal envejecido. Su mirada triste no los atormentaría más porque, ya sabemos, ojos que no ven, corazones que no sienten. Con Orejas lejos, un problema menos.

Y ahí quedó el pobre Orejas, a orillas del mar. Solo. Sin comprender demasiado qué le había pasado. Preguntándose qué hizo mal. Tratando de entender cuál había sido su culpa. Pero Orejas es un perro y, por lo tanto, es noble. Como cualquier animal, y a diferencia de muchos humanos. Por eso no tardó en acercarse a otras personas. Entre la indiferencia y la agresividad, también encontró manos solidarias que no dudaron en acariciarlo o en acercarle un plato de comida. Orejas pronto volvió a mover la cola (es decir, a sonreír en idioma perruno). Hoy tiene muchos amigos y confía en que alguna persona de buen corazón, tarde o temprano, lo invitará a ser parte de su familia. Pero, esta vez, hasta el final.

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